30/11/10

Génesis.

Observó su creación, la admiró hasta cada fibra con cada parte de amor que le quedaba en el cuerpo, después de haber visto tanto y de haber tragado tanto, después de haber ahogado pueblos enteros, después de haberse forzado a perdonar cien millones de billones de trillones de pecados mortales.
Lo creó, y pensó que este gran show se le había ido de las manos. Entonces resucitó.
Mientras tanto, el viento soplaba igual cada atardecer y noche, se enfriaba del mismo modo con el paso de las horas. Siempre, los mismos días, las mismas personas hablando sobre lo mismo, buscando las mismas cosas, llorando las mismas faltas.
Le dio un beso que tornó sus piscinas hasta hacerlas de un total y completo color verde. Verde aceituna sin luz. Verde cristal difuminado. Verde universo.
También se mordió las uñas, el pellejo de los dedos, toda la piel de los folios arrebañando el papel, bebiéndose a tragos largos las distancias entre el techo y el colchón.
Mirando a nadie y buscando nada, soportando y lamentando las idas y las venidas, sospechando que algo no encajaba bien. Empujando una estrella hacia un hueco con forma de cubo.
Él la miró, ella lo miró a él.
La princesa sonámbula y el escritor exigente.
La especialista en lanzar vasos de cristal al aire, la equilibrista, la marioneta.
La carátula y el grito.
El príncipe de las ranas y el golpe en la oscuridad.
Sol y lluvia paseando de la mano.
Sin esperar, sin buscar, sin empujar, sin levantarles la voz. Tan sólo mirar y verse, y supieron que era todo lo que la vida algún día había querido decirles. Supieron que a veces no basta con hablar y que te escuchen, con prometer y cumplirlo, con sentarse y apagar todas las luces. Y romper, pegar palabras, luchar con ellas, encenderlas, sujetarlas mientras éstas se desviven por iluminar absurdas definiciones.
Ellos dos, precisamente ellos dos, que creían que podrían cambiar el mundo escribiendo, sin pararse un momento a pensar en que ya estaban cambiando el mundo, en ese instante, sin hacer nada.
Dos revolucionarios que apuestan por cosas que otros dicen que no existen, que intentan transmitir ideas que nadie comprende. Con los dos brazos temblando de apretar sus banderas, con las balas del presente intentando hacerse hueco entre las balas del pasado, con los juicios constantes de un mundo partido que simplemente no puede dejar de mirarlos.
Se acercan el uno al otro, como si nada. Se besan y se cogen de la mano, encajando de una forma completamente perfecta cada uno de sus dedos, apretándolos con fuerza. Inconscientes de que sólo en ese gesto están cambiando, para siempre, el curso de sus historias. El curso del mundo.

17/11/10

Desde Una Llanura Sin Árboles.

Tú. Con tu cabeza repleta de caracoles. Antes de que todo el mundo empezara a decir cosas sin sentido. Volverás a ser de nuevo esa niña que pintaba las paredes de su casa con rotulador marrón, que odiaba ducharse, que quería estudiar Derecho. Cógeme el ritmo y pídeme que te ayude a volver a empezar. A reírte con la misma fuerza insólita y humilde que tenías a los catorce, a despertar con el mismo brillo inocente en los ojos que cuando cumpliste veinte.
Antes de que las ventanas se cerraran y de que todos se fueran, uno a uno, sin pedirte a ti permiso. A ti, que eres mi estrella.
No sé lo que hago bien, no sé qué estoy haciendo mal contigo. Pero espero no estar siendo una Diosa despegada, distante y fría. Espero que me creas cuando escribo que te quiero y que me duele tu daño como uno mío. Todo lo que te he quitado... Pero a cambio te hice el regalo más grande que se puede hacer a alguien: te he ayudado a crecer, a pensar, a investigar, a buscar, a proteger, a llorar. He hecho de ti, e intento hacer todavía, alguien digno de mostrar sus dientes sobre un papel. De hacer de un folio carne.
Grita todo lo que quieras, cuando quieras, y en mis oídos tus quejas serán prioritarias. Susurros que he firmado ser incapaz de ignorar.
He fabricado una vida brillante y pobre a la vez para una piedra que engendra flores, que lame el musgo y hace de él enredadera. He impregnado tus vestidos con tu personalidad, tus frases con el peso del tiempo y de la experiencia. Te he dado el llanto tierno y el llanto amargo, la risa tonta y la carcajada. El juicio y el perdón. La pregunta. La fortuna y la miseria bajo un mismo techo. El As de Copas y el Diez de Espadas.
Te he dado la vida.
Y ahora se me hace imposible darte la muerte. Siendo algo natural, algo propio de cualquier ser que ha vivido, algo que me afectará a mí en su día y a todo el mundo. Y no me entra en la cabeza -o en el corazón- matarte.
Para que luego haya gente que reniegue de sus padres. Para que luego los haya que digan que ser madre es fácil. Para que luego juzguen con tanta soltura a Dios.

9/11/10

Canino.

Huele a cosas perdidas y a batallas ganadas.
A provisiones merecidas
Boca partida
Personas escarmentadas.
Huele a mi vida.

5/11/10

Un Día Cualquiera.

Saliendo de Calle Sierpes dirección Plaza Nueva. Lo único que atraviesa mis pensamientos es la sensación de que podía haber hecho más. Sólo deseo llegar pronto a la facultad y que por fín sea invierno. Que termine ya este sol insistente en pleno otoño. Me molesta el calor húmedo y el frío seco, este vaivén de estaciones confusas, que tuviese en su mano todas las frases del mundo en un idioma común y cualquier arma de guerra posible y no las aprovechase. Ni una cosa ni la otra. El término medio que tanto detesto. No me gustan las personas que se arrepienten. No son de fiar.
Y en cuanto doblo la esquina del Ayuntamiento, justo a la altura del Cajasol, un chico con bicicleta me rodea y me da un vuelco el corazón. No lo esperaba. Da varias vueltas alrededor mía sonriendo. Llevaba un rato detrás mía, yo había notado su presencia, pero no tenía ni idea de su interés por verme el rostro. Cuando al fín había estado a mi altura y pudo volver la cara, no dudó en rodearme varias veces para observarme mejor. Yo al principio no supe qué hacer, estuve impactada por unos segundos y pensé cualquier cosa menos "le he gustado". Pero entonces él se paró, me dijo "te dejo en paz, pelirroja", me guiñó el ojo y siguió su camino, no sin volverse de nuevo algunos metros más adelante y sonreírme por última vez. Esa vez fui incapaz de no devolverle entera una sonrisa, que me refrescó el sistema nervioso y terminó por completo con mi anterior sensación de desapego y de inestabilidad.
Seguí mi camino, después e haberle perdido de vista, pensando "estas cosas a mí no me pasan" y regalando sonrisas a todos los transeúntes de la Avda de la Constitución. No podía evitar sonreír, llevar de repente conmigo una alegría desbordante que iluminaba mi cara. Más de una persona me miró con desconcierto, pero muchas decidieron devolverme sin problema el gesto y reír conmigo, como si nos conociésemos de algo o hubiésemos sido todos alguna vez guardianes de un mismo secreto.
Ya no tenía frío ni calor. Hacía el mismo sol que ahora, intenso y poco apropiado en esta época del año, pero ya no me estorbaba, como tampoco lo hacía el frío en la sombra de los naranjos. No había logrado recopilar las sonrisas extraídas, como trofeos, de todas esas personas que no saben quién soy. No sé quiénes son, pero me ha alegrado el día haberles hecho reír. Incluso a aquellos que se han reído de mí y no conmigo. Los que no entendieron nada, o incluso los que creían que había algo que entender.
Y todo debido a un tipo que me abordó en una bici. Un simple desconocido. Una persona más entre quinientas mil otras.
Una canica dando sentido al mundo.



-Dedicado a Alejandro Candela Rodríguez.-

1/11/10

Amarillo.

Y en mitad de este cielo resacoso, dos rayos amarillos se asoman desde detrás de una nube gigantesca, perfilando su silueta con líneas de purpurina dorada. Todos saben que la nube no es lo importante. Sino lo que ésta intenta esconder en vano.
Todos esperan al sol.
Hace su entrada triunfal dejando al paisaje mudo, bañado en un silencio brillante y apropiado. Respeto de subordinados, calma. Yo cierro los ojos dejándole dibujarse como círculos rojizos por debajo de mis párpados y noto cómo calienta mi frente y mis orejas. Y luego también mi pelo, que lo recibe sediento e intensificando el tinte. Me pongo la mano sobre el casco y pienso "este sol no lo había en Londres", y es verdad, porque allí nunca importaba estar en la sombra o no. Nunca te sentías hirviendo la cabeza. No hay hora de la siesta, hora crítica de alerta, calor sofocante, verano como el de aquí.
Ahora es otoño, y el sol parece achantarse un poquito con los golpes repentinos de frío y con tanta nube. Pero eso no importa, él aprieta y brilla fuerte y deja callado a todo el que se atreve a retarlo. Si él quiere que haga calor de verdad, aunque sea por momentos, en pleno otoño, lo hará. Su cuerpo desnudo no necesita lenguaje más allá que el propio vómito amarillo que desprende. Abre los brazos y todos bajan la cabeza sin valor de rechistar. Puedes gritarle, pero su respuesta siempre será la más poderosa. Puede el frío congelar árboles y el viento romperlos y llevarse por delante todas sus hojas y su fruto, pero al llegar la mañana, muy poco a poco, su beso rosa y templado volverá a abrir cada tallo con la esperanza de un día nuevo, y a iluminar y secar todo el llanto derramado a lo largo de la noche.
Su rutina no le cansa, no le hace plantearse su puesto ni su trabajo. Hace lo que sólo él sabe hacer, y lo hace todos los días. Y, con esto y con todo, no alardea de sus logros. No le hace falta.
Todos los planetas giran rodeándolo con envidia. Todos bailan fascinados alrededor de él. Y ni Marte con sus leyendas, ni Saturno con sus anillos, ni Júpiter con su tamaño, logran igualar al astro más hermoso de todos.
La tierra se levanta, tan absurda y arrogante como siempre, tan ruidosa y protestona como desde que nació, y se atreve a decirle cara a cara:
-Yo tengo mares, montañas, vida en todas las formas posibles, ciudades, imperios, plantas de todos los colores y tamaños, ríos, selvas, bosques, lenguas, música y literatura.
Y tú, abriendo de par en par tus preciosos ojos blancos, separando tus pestañas y mostrándolas sin miedo, le contestas:
-Sí, pero sin mí nada de eso te sirve.