24/6/12

Géminis

No, ella no está aquí para enseñarte nada. Si se hizo indispensable fue porque cerraste los párpados un momento, y por flojera luego no querías abrirlos. No le eches ahora la culpa a las películas malas que echan siempre a la entrada del verano, a los sermones de tus padres. No es una cuestión de ética, de ser o de no ser quien uno es. Sólo dejaste el espacio necesario para que entraran sus alas, y ya no hubo suficiente para que tú pudieses abrir las tuyas propias.
No, no pesa tanto el amor. No duele tanto el amor. Es verdad que su poder lo cambia todo, pero también es capaz de aniquilarlo todo. El amor ha derramado más sangre que las guerras, ha hecho más daño que el odio, mucho más daño que el odio. El amor ha maltratado, ha matado, ha destrozado vidas desde que está entre nosotros. Desde que empezamos a decir que es él quien mueve el mundo. Lo mueve, lo agita y lo lanza al infinito del espacio. Nos marea, nos adormece, nos hace débiles y blandos. Es una enfermedad, un virus, un alienígena, una falta de oxígeno en el centro del cerebro, una agonía, un blanco, una uña mal clavada, un dios, una maldición.
Es una droga sin aguja, una aguja llena de aire, un elástico cedido, un trampolín de suicidio.
Lo tiene porque tú se lo diste. No se lo merecía. Nadie ha pagado por él. No, ella no te enseñó nada, lo aprendiste tú solito. Tú buscaste tu dolor, y tú deberías ahora salir de él aunque sea a tientas. Buscar en ti, no en los libros. En ti, no en las ventanas. En ti, no en la bebida. En ti, no en la almohada. En ti, no en la pantalla del televisor.
Nadie da nada a cambio de nada. Ni siquiera ese fantasma psicótico y animal que tantos idolatran, adoran y bautizan como amor.
No dejes que ese flechazo te desgarre las costillas. Agárrate a este mundo mientras gira, a su suelo cuando el cielo no se aguante. Que tu amor ha derramado más lágrimas que las guerras, ha despertado más bestias que el hambre, ha resucitado más que las leyendas, ha hecho más daño que el odio, ha maltratado, escarmentado y sobrado. Y no se lo merecía. Y ya has pagado por él.

14/6/12

Divorcio

No quiere un golpe de viento, una caricia en la mano.
Recomiendo, Señoría, que aquel altavoz silencie las entrañas de esta sala. Que no me saquen navajas. Que la luz se encienda sola al detectar sus sensores que hemos entrado los tres.
Según figura en mi archivo, esta señora ha pedido que se corten esos lazos, que dejen libre el pasillo, que suelten las golondrinas y no tenga fin el libro.
No hay exigencias ni prohibiciones, sólo una nube que baila muy lentamente arañando el cielo. Bajo la fecha, hay una muy breve cláusula primera: que acceda, siempre pacíficamente, a que le arranquen las piernas. Es más bien una sencilla, inofensiva y sensible recomendación, sin presiones ni violencia. No hay pase para la prensa, no hay horario de visita personal, no hay ventanas y no hay ningún cara a cara. La firma todo consiente y va justo bajo el sello. Lo que hoy sea de cada uno ya no es asunto de nadie. No hay cartel fuera de la basura. Nadie tiene derecho a opinar, a insultar, a publicar ni a juzgar nada. Nadie tiene el derecho a preguntar si habría merecido la pena. O se cortarán sus lenguas.
Procediendo de este modo, queda estipulado todo de la manera siguiente: las canciones pertenecen al artista, los huesos a los esclavos, las estrellas al maleante, la pasión a los gitanos, la esperanza a los niños y la herida a todo gen que decida perpetuarse.
Nadie tiene que entenderlo, nadie tiene que escribirlo. Nadie nunca debería buscar nada, preguntar nada, responder nada. Tras la firma, no hay banquetes. Acorde con mi cliente, sus piernas serán cortadas. Sus manos también, si es posible. Sin enfrentamiento alguno y sin un grito, sólo en forma de humilde y sencilla petición. Que no se queden grabados, que no transpire el licor, que no haga frío en el lavabo.
Procediendo de este modo y ambos clientes de acuerdo, queda estipulado todo de la manera siguiente: los trenes en su estación, piernas y brazos cortados, las canciones pertenecen al artista, los huesos a los esclavos, las estrellas al maleante, la pasión a los gitanos, la esperanza a los niños y la herida a todo gen que decida perpetuarse. Que lo roto quede roto para siempre, que no haga falta empujar para entrar en la palabra, que no se pidan disculpas. Que su pícara sonrisa se dirija hacia otro lado, que sus ojos penetrantes disparen hacia otro lado. Que se vaya, que se vaya de verdad, no que tan sólo se dé la vuelta.
Y en cuanto al único fruto, ya él en su día solicitó la custodia permanente y ella aceptó sin problema.

2/6/12

Un cuento

Llegar a manos vacías, como si no tuvieses nada.
Como si todo lo que has aprendido en estos años ya se lo hubiese llevado alguien. Lejos. Y supieses en el fondo de tu conciencia, sobrio y vivo, que no volverá jamás. Y vuelves años atrás mientras te sacas la mierda con el palillo de dientes, mientras te quitas los calcetines, mientras apagas la tele canturreando a Sabina. No hay nadie bajo tu nuca, eso lo sabes, ¿verdad? Nadie en quien rebote entero tu mareo y tu fatiga.
Desde aquí, frente a una pantalla antigua de ordenador de trabajo, uñas verdes de los chinos arañan teclas por ti. No sé qué quieres leer, pero sé lo que te suele gustar oír de mí. Sé que conozco algún cuento y algún poema y quizá algo que pueda ayudarte por un rato. A calmar tu ansiedad con una nube de tinta artificial, con el neón blanco de esta pantalla, con la sonrisa que no ves, que se queda al otro lado.
Me sé un cuento sobre un monje que vivía en lo más alto de alguna parte del mundo. Del Tíbet, probablemente, ya que parece que todos los monjes sabios viven allí, van vestidos con sedas largas naranjas y llevan la cabeza rapada y los pies siempre descalzos. ¿No lo imaginas así?
El monje vivía en algún templo de esos budistas, rodeado de césped frío y de vacas que ellos creen que son sagradas por orden de algún ser superior. Allí llegaban viajeros y peregrinos del mundo para pedirle consejo -aquí se ve que la psiquiatría nunca ha estado tan considerada. Un día de esos, un chico joven de pelo claro, ojos celestes y voz amable, se presentó frente al monje y se inclinó en su presencia.
-Vengo a pedirle consejo, como hacen otros. He oído que sus palabras podrán darme la respuesta que tanto ansío, maestro.
-¿Maestro? - Respondió el monje - ¿Tan lejos llega mi fama? Me sorprende, pero creo que tal vez pueda ayudarte en tu problema.
-¿En serio? Sería asombroso. Se lo agradezco de corazón.
-Pero antes debes responderme a una pregunta muy breve.
-¡Claro! - Contestó el chico intrigado.
-La pregunta es muy sencilla: ¿Quién eres?
-Sencillo: me llamo Alberto Martín Antón.
-No. No te he preguntado cómo te llamas. Te he preguntado quién eres.
-Ah... Bueno, soy un chico de Madrid, trabajo en una academia...
-No. No te he preguntado dónde vives ni en qué trabajas, sino quién eres.
-Pues... No sé. Me gusta mucho la percusión, y el rock, y...
-No. No te he preguntado qué música te gusta. Te he preguntado quién eres.
-Soy el hijo de...
-No te he preguntado de quién eres hijo. No te he preguntado quiénes son tus padres ni cómo se llaman. No te he preguntado qué edad tienes, por dónde sales de fiesta o qué marca de ropa sueles usar más.
-Soy el ex de...
-No. No te he preguntado de quién eres ex. Te he preguntado quién eres. ¿Quién eres?
-No sé. No sé qué esperas que te conteste.
-Entonces me temo que no puedo ayudarte.
El chico se fue de allí cabizbajo y cansado, sintiéndose inútil por no haber sabido contestar a la pregunta del monje. Le dio mil vueltas a la cabeza pero no daba con cuál podría ser la respuesta que aquel señor esperaba. Al final, decidió tumbarse un rato en algún banco del parque, ahora que había poca gente y podría disfrutar del silencio. No pensar, no comerse más el coco con preguntitas absurdas, con acertijos maliciosos, con canciones, con recuerdos, con voces martilleantes que erosionasen su calma. Sabía que le costaría concentrarse, que su cuerpo estaba inquieto y que esa noche, de nuevo, no podría coger el sueño. Lo sabía, pero estaba ya agotado de deambular en su pena quejándose y llorándole a lo mismo, otra vez, otro día, otro nervio, otro ataque de razón, otra patada de viento, otro pedazo de carne.
Estaba tan, tan cansado, que por momentos sintió que todo le daba igual. Que ya nada merecía tanto la pena.
Le pasó algún insecto enorme junto a la oreja, haciendo ruido, y lo espantó de un manotazo. Después se quedó mirando alrededor por si aparecía otro. No parecía haber más. Sonrió para sí mismo. Una niña lo miró desde lo lejos y le siguió la sonrisa. La madre de la niña, al ver que ésta sonreía, no pudo evitar hacerlo a su vez, y provocarle lo mismo a una señora mayor que esperaba en el semáforo para cruzar la calle. El bicho enorme se había ido. La sonrisa duró más. Se tocó un poco la barba, que era débil y muy corta, y después un poco el cuello. El aire que acompañaba a la caída de la tarde era algo más fresco que el que había acompañado a la ciudad todo el día. Vio un logo de un banco sobre un edificio que estaba justo detrás de él, "me falta éste, lo apunto", y sacó el móvil con un juego sobre adivinar los logos de distintas compañías, productos, restaurantes... Ya al descubrir ese logo, se le abriría el nivel 3, y tendría que adivinar otra vez muchos más logos. Resopló, ya que ahora serían más complicados.
-Has vuelto.
-He vuelto.
-Sabes que no voy a poder prestarte ayuda si todavía no eres capaz de contestarme a mi pregunta.
-El otro día estaba triste. Estaba muy enfadado. Enfadado con el mundo, con su ritmo, con mi impotencia, con las personas. Estaba demasiado nervioso para pensar.
-Cuando las aguas se calman, hasta sobre las más turbias se reflejan las estrellas. Cuando el león esconde sus pezuñas y se retrae en su cueva, no es más que un pobre animal, mortal y herido, cansado y diminuto. Cuando se apagan todas las bombillas, en la oscuridad lejana e inquietante, miles de miles de millones de galaxias se desnudan y se dejan amar por el universo. Cuando los gritos se agotan, el silencio empieza a hablar, a combatir la verdad. Cuando el sol al fin se marcha, estrellas mucho más grandes se dejan observar, bailando ahorcadas en el cielo. ¿Lo entiendes?
-Lo entiendo.
-Te haré entonces mi pregunta: ¿Quién eres?
Alberto sonrió una vez más. Sin alegría, pero en paz. Con la mirada amoratada de haber llorado sus guerras, las que le correspondían. Puso su ojo a la altura de los ojos del maestro, y le ofreció su respuesta.
-Soy quien soy, maestro. Soy quien soy.
Sé quién eres. Quiero que sepas quién eres. Quiero que pienses en el abrazo que me diste en la habitación de Dani al despedirnos en Egham, hace ahora tres años. Que te acuerdes de la fuerza con que enredaste tus brazos en mi espalda y las ganas con que dije que te echaría de menos. Que recuerdes tu entusiasmo, tus insultos, tus travesuras, tus fiestas, tus conquistas, tus matanzas, tus tormentos y tu risa escandalosa, contagiosa, abierta y limpia. Tu sed, tu humor, tu cariño. Tus milagros, tus pecados, tus juegos y tus viajes. Tu valentía, tus dudas. Tus amigos y enemigos. Tus dramas y tus comedias. Tu historia.
Sabes quién eres.
Te quiero.