Que la ceniza es marrón y
vuela cuando la soplas, que las palomas transmiten cien virus y enfermedades,
que el rotulador se coge con el puñito cerrado, que no se golpea fuerte la
pantalla porque te cargas el móvil. Que no decir la verdad te convierte en
embustero, que no decir siempre otorga y callar también informa. Yugular. La
ida y venida, el latido que limpia el cuerpo por dentro, con su resina y sus
cuerdas de acero y tiempo. Vómito que me asfixia esponjándome el cerebro. Que
“me duele” es decir nada, que mis lágrimas cayesen sobre tus labios, que te las
bebieses. Que mi escritura se fuese tatuando sobre tu espalda, que sintieses el
camino de la aguja, que penetrase y saliese de forma repetitiva.
Me acostumbré a tu mar de
honestidad y de calma, me agarré con las diez uñas a tu esperanza impoluta, a
tus promesas de cuento, a tu paciencia y a tu alma. Me creí todas las palabras
porque ellas llegan sin más, empujan la barca y caen sobre el mar suaves. Me
siento a mirar cómo anochece. Parece que las palabras nunca vayan a hacer daño.
Me acostumbré a ser tan tuya
que al más mínimo error que me arrastró a brazos ajenos, no pude evitar sentir
sólo tus manos tecleando su única historia en mi cuerpo. Y en cada
equivocación, me equivoqué en no dejar de buscarte cada vez.
Me acostumbré a tu voz limpia
y a tu pequeño grito sordo, a tu juicio y compañía. A la tuya, que me desvistió
los sueños por el pecho, que me aconsejó y calmó cuando empezaba a bajar sin
compasión sobre mis ojos la espada fría del techo.
Me acostumbré a tu suspiro
sobre mi cuello, tu ansia. Me acostumbré a tu futuro, que poco a poco deshizo
lo poco que había del mío. Tu concepto y tu revés, tu intención y tu poesía. Tu
maravilla a través del espejo de la mía.
Me acostumbré a darte vida y fui
perdiendo del hilo días y noches.
Me acostumbré a ser más que
una visita fugaz, que una amiga a la que siempre estás muriendo por abrazar,
que una melena de tonos rojos que estaba loca de ganas por dormirse en tu sofá.
Me acostumbré a saberme tuya,
a la verdad de tus ojos. Me despedí aquella noche hace tres años y te largaste,
le di una patada fuerte a la escalera, me dolió el pie. Tú le diste una patada
a tu paraguas y te marchaste. Y esa noche me dormí con una extraña sonrisa rajando
de lado a lado mi cara.
Me acostumbré a tener ganas
de hacerlo todo y hacerlo bien, de ser mejor, de cambiar más. De querer ser y
que tú fueras. Me acostumbré a contestar “pero él sí que estará ahí, porque me
lo ha prometido.” Me acostumbré a llevarles la contraria, y ahora ellos me ven
bajar la cabeza por la calle.
Y he sido un piano, una
guitarra, una faja, un cohete. He sido buena como un ángel, puñetera como un
niño en el colegio, aburrida como un perro, divertida como los payasos ciegos,
tragicómica y danzante, melosa, borde, punzante, pasional, verde, elegante. Lamiosa
como el jamón. He cambiado de tinte, de corriente, de careta, de guión. He
subyugado y obedecido, me he vuelto loca de pena y también cuerda de amor.
Y no quise levantarme, y no
soporté acostarme, y arañé hasta sacar brillo, y escribí hasta desgastar, y he
soñado con las cosas que ahora escupo sin piedad, y he esperado con deseo y sin
deseo, y abro mis piernas de noche con asco a mis propios dedos.
Que la inercia es un ronquido
tenue en mitad de la luna que me susurra excitado “vas quemándote muy lenta,
este ritmo se te gasta, poco a poco se te hace la vida un poco más muerta.”
Y sobre el fuego y el hielo,
bajo sábanas y al suelo, con sabor amargo y dulce, con melenazos y gritos, “sube
leona, y ataca”, y no escribo ni asimilo si no es atacando. He tenido todo el
pelo desdibujado en la cara y la cabeza bien alta, y siendo la única canción mi
tacón en los pasillos.
Tanta tarde y tan poca, tanta
rabia y tanta ropa.
Eso no va ahí, ¿nos vamos?
¿Cuántas veces no lo he dicho? Falsa, joker de malas entrañas, mala fama a muy
pesar del que me quiera admirar. Pocos son, y mi amén a los que no. Ni una
postal, ni una fecha, ni un beso, ni una maleta. Vivir como sea, me dije, pero durmiendo
contigo.
Esos días que me quisiera
levantar sorteando cariño al aire, abriendo brazos, cociendo espigas, medio
despierta, mitad dormida. Esos días que despertase insoportable, impenetrable,
incomprensible, impermeable. Inconcebible, inseparables. Que fueses tú quien
dijera “no hay quien te entienda, joder”. Vivir bien, lo que eso sea, vivir
mal, lo que eso sea. Vivir como otros quisieran, vivir como nos viniera, vivir
como no quedase otra.
Vivir con sueño o valientes,
a veces grandes, a veces no, a veces entorpecidos, a veces mal avenidos, a
veces rabiosos y peleones, a veces frioleros y a veces besucones, a veces en lo
alto y a veces parpadeantes, a veces espabilados y otras un poco más torpes.
Abandonar los consejos, los diseños de la gente, el ritmo de la ciudad.
Quedarse quietos delante, no dar ningún paso atrás. Tu ojo en mi ojo y el mío
en el tuyo. Muertos de risa, vivos de miedo, cocidos y arrepentidos, habiendo
visto por fin que lo único que tira es el bronquio de la izquierda, el hueco
del estornudo, las almohadas desiertas, mi cuerpo de mujer rota caminando sin
el tuyo, el latido interrumpido.
Vivir del modo que fuese,
pero vivirme contigo.