18/7/11

Águila de dos cabezas

Quieren hacer de mí una estatua. Un delfín que se suicida dejando de respirar. Quieren que mi rostro transpire quieto, que mi culpa se seque y mi mente empiece luego a cuestionárselo todo. Por qué estamos aquí y hacia dónde estamos yendo.
Quieren fabricarme una jaula con ventanas, hacer plumas con mis alas, maquillarme como ellos se maquillan, sacarme al escaparate.
No se enteran de que soy como un pez pequeño en el fondo del océano, sucio y brillante. Que no llaman mi atención ni cañas ni gusanos, sino el ruido quisquilloso y penetrante de las caracolas, los agujeros negros donde no sabes si hay costa.
No se enteran de que soy un águila cascarrabias, incómoda y vanidosa. Que no pueden impedirme que eche el vuelo porque me corten las alas, ya que mi cielo no es, ni será nunca, el mismo que el suyo.
Pero aún así, no cesan en su ridículo empeño. Ahí siguen encaprichados en ponerle barreras a un espacio que no existe. Estos pobres infelices, que todavía no comprenden que soy una idiota loca, una suicida vitalista que odia el vacío a la vez que salta a él sin pensarlo.
Todavía no se dan cuenta de que soy una tarada kamikaze, una gata protestona y cabezota que no se para a escucharles.
Precisamente por eso, por su triste y prepotente ignorancia, siguen creando modelos de conducta en una sociedad podrida que pretenden que respete. Por eso crean héroes de guerra partiendo de la gente que lo único que ha hecho en su vida es lo que ha hecho todo el mundo.
No se enteran todavía, pobrecitos, de que mientras ellos hablan mis ojos se han despistado, seguramente tras algún niño que corre al mar sin flotador, que salta charcos vestido de ropa de domingo, que me ha sacado la lengua desde un carrito.
No comprenden que arrancándome la mano derecha no impiden que escriba. Que soy como un potro furioso que propina cabezazos al papel en búsqueda de respuestas. Que soy un toro nervioso que detesta el color rojo, una serpiente con hambre.
Que si logran con su lucha arrancarme la mano derecha, aprenderé a escribir con la izquierda.
Pero ellos, pobres infelices, nunca se enteran. No saben todavía que, si me apagan la luz, aprenderé a vivir mi vida a tientas. Que si ajustan las paredes, escaparé por el techo. Que no pueden encontrarme ni aplastándome, asfixiándome, rompiéndome en pedazos. Que soy invisible, inflamable, insondable. Águila de dos cabezas.
Que sus consejos sobre el suelo pasan desapercibidos porque me interesa el cielo. Sus consejos sobre el cielo pasan desapercibidos porque me interesa el agua. Sus consejos sobre el agua pasan desapercibidos porque me interesa el suelo.
No ven que el mundo es una bola azul intenso, pequeña y frágil, llena de agua y de animales que se pelean y reproducen. No se dan cuenta de eso. Porque en su esquema mortal de geometrías y decimales nunca cabe el infinito. Por eso. Porque hablan desde una silla, y yo aún no estoy cansada. Por eso. Por eso no comprenden que si me arrancan el brazo izquierdo, yo seguiría escribiendo.
No entienden cómo.
No saben separar tinta de literatura, máquina de gasolina, marea de ventilador.
No entienden, pobres muñecos, que yo no soy como ellos ni quiero serlo jamás. Que seré una vieja llena de arrugas y cicatrices, de sonrisas consumidas y de llantos derramados. Que seré un ser humano que ha vivido. Que yo no sé conformarme, que no sé, que no aprendí. Que no creo ser capaz de aprender nunca. Que no quiero.
Que me mueve lo que a ellos se les escapó hace años de las manos, como se escapan temblando, chocando con los cristales las mariposas. Se les fue y ya no volvió, porque no la comprendían, porque cuesta comprender aquello que no se ama. Y ellos nunca amaron eso. Eso que se evaporó frente a sus ojos. Eso que nunca aprendieron a enfrentar, defender y valorar: esta jodida, inapagable ilusión.

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