26/3/11

Desde un rincón de la perrera

Nadie quiere a un pitbull.
La gente pasa junto a su jaula y lo mira con recelo. ¿Quién querría tener metido en casa un bicharraco tan grande y tan difícil de domar? ¿Quién querría una mascota que se vale por sí misma? Prefieren a los que ponen ojitos de indefensos, a los que aprenden a sentarse sacando la lengüita.
Nadie quiere a un pitbull.
Con esa boca gigante que tanto esfuerzo le cuesta tener cerrada, esos dientes afilados, esos ojos penetrantes y agresivos, esas patas enormes y esos músculos tan tensos. No se le puede coger en brazos, construir cabañas de colores, comprarle abrigos a medida. Todo es mucho más difícil para él. Y a la gente no le gusta lo difícil. Las familias que se pasan por las perreras no buscan un gigante, sino un eterno cachorro. De esos que "a partir de este tamaño, ya no crecen más." No quieren un perro grande, sino uno pequeño y débil. Van en busca del chihuahua orgulloso y prepotente, incapaz de ser tenaz por más de varios segundos, juguetón y caprichoso, con huesitos temblorosos y espíritu enclenque.
Preguntan al encargado por los chuchos diminutos que apenas saben tenerse en pie, para así poder cubrirles con mantitas y dormirles con canciones tumbados en el regazo de su futura mamá. Quieren a esos que al verles volver del trabajo menean hipócritas el rabo, y se dejan poner lazos y se venden por un cuenco de galletitas con leche. Al que acariciar el lomo, al que chillar motes varios y halagos denigrantes, al que dejar que les lama los deditos por las noches. Ese perro que no puedes dejar suelto porque no sabe de calles, porque siempre vuelve a casa, porque aúlla desconsolado si apagas todas las luces y él sigue despierto. Ese perro al que no puedes soltarle una patada por miedo a que se rompa, a que le cause un trauma. No le puedes dejar solo ni para ir a por el pan, porque su llantina frágil te hace polvo la conciencia. Necesita que le cuiden, que le disfracen como a un peluche, que le saquen de paseo para que haga caca en parques y pelee con otros perros de su tamaño y calaña.
El pitbull no acompaña si no se le da motivos, no se deja convertir en un payaso de feria, no necesita que nadie le zarandee ni le chille. No sigue el juego ni se rebaja. No da saltos por sus míseras galletas.
Él sólo sigue de pie. Ladrando cuando se cansa de ver tanta inmadurez y buscando entre barrote y barrote rayos calientes de sol. Morderá cuando se sienta amenazado, correrá cuando se canse de aguantar al que se empeñe en amarrarlo a algún árbol. No es un perro especialmente cariñoso, no es simpático ni es torpe. No es especialmente vago. No está especialmente cuerdo. Por eso precisamente lo tratan como a una bestia. Porque él no necesita la atención desmesurada ni esos mimos tan extremos, y nadie tiene muy claro hasta qué punto tampoco necesita que lo quieran. No saben si es malo. No creen en su llanto porque él no se agacha, les llora de pie, y eso siempre desconcierta.
"Esta es la maldición de los fuertes," reflexiona, "que la gente nos confunde con robots."
Al menos la realidad está siempre de su parte. Como no lo han malgastado, ha aprendido a ser él mismo. Como no lo eligen nunca, ha aprendido a distinguir lo que quiere y lo que no. Como muerde si le chillan, ha aprendido a defenderse y a demostrarles cuál es su sitio. Como no le tienen pena, conserva intacta su dignidad. Como nadie se preocupa por sacarlo de paseo, ha aprendido a marcharse y a volver solo mil veces. Como ya nadie se atreve a amarrarlo, ha aprendido a delimitar su espacio. Como todos le comparan y siempre queda peor, ha aprendido a valorarse sin premios ni palmaditas. Como nadie lo ha mirado suficiente, ha aprendido a ver lo que otros no son capaces de ver, en él y en el resto. Como lo dejaron solo, ha aprendido a combatir sin necesidad de manos protectoras que entorpezcan sus batallas. Como taparon sus ojos, ha aprendido a respetar la oscuridad. Como nadie le ha besado suficiente, sigue su cuerpo de pie. Como, al ser tan enorme, no sienten remordimientos los pocos que se le acercan y ya le han pegado tanto, ha aprendido a ser valiente.
Ahora lleva sobre el lomo las marcas y los desprecios, pero aprendió a conseguir que no le pesaran tanto ni lograsen deformar su silueta. Porque sí, sabe llorar, pero no tiene por qué ir demostrándoselo a nadie.
Lleva consigo la rabia, acumulada bajo sus patas y manteniéndolas firmes, las orejas siempre alerta por si las hojas se mueven y los ojos tan brillantes que se ve el cielo a través de ellos.

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