Hospital de paredes color crema y asientos de cuero. Circuito curativo de tiempo y falta de acción. Lupa de rayos de sol.
Gracias a Dios, dijo el médico sacando mi archivo del cajón del escritorio.
Estás aprendiendo a curarte por ti misma. Estás creando defensas. Pero eso no significa que todavía estés lista para recibir el alta.
No estoy lista para recibir el alta.
El cáncer había infectado mi cuerpo, mi alma y mi mente y se había reproducido en el estómago y en el pecho, engendrando flores rotas. Sangré de fuera hacia dentro y teñí de rojo muerte mi corteza cerebral.
Me acostumbré al dolor de tal manera, con tales ganas y vocación, que la camilla se hacia pequeña, que mi autodestrucción me parecía sólo un viaje o un ejercicio. Mientras más fuerte me hería, más nadaban mis dos brazos hacia el sur, contracorriente.
Todo empezó en ese área del cerebro que colorean de rosa. De ahí se extendió a los pulmones, donde permaneció meses; y al final, ya de forma permanente, se estancó en la zona azul del alto vientre.
Latiendo.
Vi poesía en mi putrefacción. Te luché con las dos manos como un niño lucha nada contra nadie, disfrazada de soldado. Perdí la guerra conmigo misma y percibí la belleza que hay en toda enfermedad.
Haciéndote daño me hice daño a mí misma y, haciéndome daño a mí misma sin parar, aprendí a amar con los cinco, con los catorce sentidos.
Te quise siendo el cáncer más profundo de este mundo.
Me odié habiendo escogido llevar tu decadencia cargada sobre los hombros.
No puedo, le dije al doctor bajando los párpados a las losas amarillentas de su despacho. Y aquel señor implacable, con sus iris del color de la natilla, cogió mi mano con fuerza, explicándome que había sido valiente, que había librado con coraje la batalla más hermosa y más dañina de mi vida, quererte cuando tú no me quisiste, tirarme al vacío cuando debí haber estado quieta y sin arriesgar nada, lanzar lo poco que me quedaba de dignidad por el plato de ducha y tener que soportar, a menos de medio metro, tus ojos caramelo tiritando y pidiéndome perdón.
El perdón rompió las horas de rencor y me enjuagó el esqueleto. Y perdonándote encuentro aquella parte de mí misma que te entregué sin saberlo.
Hoy me curo de tu cáncer y el médico me da el alta. Y recuerdo con cariño la caída libre, las pesadillas, las cuestas arriba y las mordeduras que a la vez nos hicimos el uno al otro sin darnos cuenta.
Tu amistad es mi trofeo, y me lo llevo aunque ahora sepa a poco.
Tu amor es tuyo. Y ahora, ya por fin, el mío es mío.