1/11/10

Amarillo.

Y en mitad de este cielo resacoso, dos rayos amarillos se asoman desde detrás de una nube gigantesca, perfilando su silueta con líneas de purpurina dorada. Todos saben que la nube no es lo importante. Sino lo que ésta intenta esconder en vano.
Todos esperan al sol.
Hace su entrada triunfal dejando al paisaje mudo, bañado en un silencio brillante y apropiado. Respeto de subordinados, calma. Yo cierro los ojos dejándole dibujarse como círculos rojizos por debajo de mis párpados y noto cómo calienta mi frente y mis orejas. Y luego también mi pelo, que lo recibe sediento e intensificando el tinte. Me pongo la mano sobre el casco y pienso "este sol no lo había en Londres", y es verdad, porque allí nunca importaba estar en la sombra o no. Nunca te sentías hirviendo la cabeza. No hay hora de la siesta, hora crítica de alerta, calor sofocante, verano como el de aquí.
Ahora es otoño, y el sol parece achantarse un poquito con los golpes repentinos de frío y con tanta nube. Pero eso no importa, él aprieta y brilla fuerte y deja callado a todo el que se atreve a retarlo. Si él quiere que haga calor de verdad, aunque sea por momentos, en pleno otoño, lo hará. Su cuerpo desnudo no necesita lenguaje más allá que el propio vómito amarillo que desprende. Abre los brazos y todos bajan la cabeza sin valor de rechistar. Puedes gritarle, pero su respuesta siempre será la más poderosa. Puede el frío congelar árboles y el viento romperlos y llevarse por delante todas sus hojas y su fruto, pero al llegar la mañana, muy poco a poco, su beso rosa y templado volverá a abrir cada tallo con la esperanza de un día nuevo, y a iluminar y secar todo el llanto derramado a lo largo de la noche.
Su rutina no le cansa, no le hace plantearse su puesto ni su trabajo. Hace lo que sólo él sabe hacer, y lo hace todos los días. Y, con esto y con todo, no alardea de sus logros. No le hace falta.
Todos los planetas giran rodeándolo con envidia. Todos bailan fascinados alrededor de él. Y ni Marte con sus leyendas, ni Saturno con sus anillos, ni Júpiter con su tamaño, logran igualar al astro más hermoso de todos.
La tierra se levanta, tan absurda y arrogante como siempre, tan ruidosa y protestona como desde que nació, y se atreve a decirle cara a cara:
-Yo tengo mares, montañas, vida en todas las formas posibles, ciudades, imperios, plantas de todos los colores y tamaños, ríos, selvas, bosques, lenguas, música y literatura.
Y tú, abriendo de par en par tus preciosos ojos blancos, separando tus pestañas y mostrándolas sin miedo, le contestas:
-Sí, pero sin mí nada de eso te sirve.

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