30/10/10

Pacífico.

No hay calle. En su lugar hay una foto que parpadea en plena tarde y que parece querer salirse del marco que la rodea a lágrima viva. Entre miopía y globos de color violeta que se inflan y explotan. Todo está borroso, nublado y vibrante. Una estrella deforme se dibuja en el asfalto, la sombra de una luz tenue de farola sumergida en un océano de hormigas muertas, flotantes y mal olientes. El perfume a humedad cala en los huesos y en el tímpano. Aquí dentro, al otro lado del cristal, no llegan los golpes de lluvia ni el viento rabioso. No llega ni el frío. Sólo puedo observar, abrir un poco (sólo un poco) la ventana y oler a agua. Escuchar atentamente cómo chocan las gotas contra el suelo. Ver las macetas rebosar y los geranios partirse. Ver los ríos formarse en el margen de la acera y acelerarse hasta entrar por las alcantarillas. Predecir, hacer fotos y escribirlo.
Los días de lluvia en la sierra son en esencia distintos. Aquí ES otoño. Desde todas las perspectivas posibles, desde todos los enfoques, de todas las maneras. Es verdaderamente puro otoño. Se deshacen los árboles uno detrás de otro y se rinden contra el cielo. Las hojas acarician sus troncos amarillas, brillantes como focos de los coches, de mil formas y apestando a castaña mojada. Aquí todo huele a castaña, a castaño, a madera mojada, a candela quemada, a humo dentro de las casas y a naturaleza en celo fuera de ellas. A tierra.
Aquí un día de lluvia no puedes coger el paragüas y salir a pasear. No es Sevilla. No hay ningún autobús que te ampare en ninguna bocacalle. Aquí sólo existe el viento y el frío que con éste arrastra un cielo opaco cuajado de nubes.
El agua no es agua de vapor y de plástico urbano, sino agua que acaricia justo antes de caer montañas y piedras, y se ha estancado en lagos helados y llenos de larvas de insectos y tallos de flores. Agua de nieve en lo alto que termina siendo parte de calles intransitables. Agua potable desde antes de que cayese, y que también huele a sierra. A humedad y a curva estrecha, cerrada, resbaladiza.
Es como estar dentro de la boca de una serpiente gigante, que te muestra sus dientes solamente por probarte que los tiene, aunque no estén afilados. Su vendaval provoca dolores de cabeza magistrales, pero abre los orificios de la nariz. Y los ojos. Un frío que parece que hiere pero que no lo consigue. ¿Por qué? Porque sabemos que es nuestro. Es naturaleza. Es Dios si es que hay Dios. Es su aliento de cambio de estado. La gestación de un invierno prematuro y elegante. Roto y decidido a actuar. Valiente.
Yo siempre he amado el otoño. Es la estación más literaria de todo el año.
Pero ahora además amo el otoño en la sierra.

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