27/10/11

Nada

Ya no se ve la silueta del pueblo, aunque cualquier marinero que se precie sabe que salió de uno. No se ve el puerto, quedó lejos, porque el navío salió deprisa, rompiendo el agua y llevando la contraria a las rabiosas olas que se iban interponiendo. Queríamos bebernos la sal del mar, y masticar las gaviotas al vuelo, mientras los diminutos pueblerinos observaban como íbamos haciéndonos tan chicos e indefensos como ellos. Quisimos ser parte del sol cuando huye, escondiéndonos debajo de su marea. Quisimos que no escuchasen el rugido de nuestras almas. Y zarpamos, sin rumbo, con fe por encontrar a la ballena gigante de color perla. A ella.
En tierra nos habían dicho que era difícil hallarla. Que nos quedásemos quietos. Yo me puse mis botas celestes de invierno y te di un toque en el tobillo, intentando que tus ojos se chocaran con los míos. ¿No se chocaron acaso? Lo hice bien, aunque todo alrededor siguiese oscuro. "No buscad a la temible ballena blanca", decían. "Es huidiza y hay quien dice que no existe."
Nosotros existimos. Volamos la cometa, confiamos en los cambios. Soportamos temporales y pescamos cestas llenas.
No nos importó la ruina, ni la llave de acero oxidada que encierra a la noche detrás de los edificios. No nos importó la falta de esperanza de la gente, de la vida, de un Dios que nunca contesta. No fuimos sólo espigas de un desierto, sólo sueños al azar. Tú y yo estábamos escritos. Y lo estamos.
No lamenté gritar por ti, porque fuiste la polea que alzaba mi grito, y sin ti no había cielo ni techo que alcanzar. No había paraíso que entender ni infierno del que huir. Ni destino ni intención.
No fui consciente del mundo hasta que tú lo trajiste.
Por eso nos subimos al ballenero Pequod, a ver si así lográbamos hacernos con la bestia. Queríamos el tesoro que no parece dinero, que nadie nunca se había atrevido a buscar. Queríamos huir del polvo y del barro, del mercado y los ladrones, de la injusticia y la pobreza. Queríamos ser ricos de corazón, los dos juntos, porque al coger nuestras manos, nuestros dedos encajaban como un puzzle. Y encajados zarpamos, sin mirar hacia atrás, sin dudar, sin desconfiar del cielo azul marino, ni del mar gris, ni del viento. Nos dejamos arrastrar, e hicimos bien. Porque quien nunca se atreve a soltar anclas, nunca encuentra ni conoce.
Buscamos a la ballena, a la Gran Ballena Blanca. A Moby Dick. Por océanos de algas, de criaturas marinas y de arrecifes salvajes. Luchamos contra Neptuno, contra tiburones, monstruos, sirenas y piratas. Vimos el atardecer de sitios que nadie contempló nunca. Perdimos de vista cualquier señal humana, cualquier rastro de tierra. El concepto de que un mundo firme y redondo realmente hubiese existido quedó atrás como si fuese alguna leyenda absurda. No queríamos saber nada de la guerra, de los golpes, de los rotos, de las playas. Sólo una cosa latía en mi insensato corazón: encontrar a Moby Dick.
Fui un Ahab testarudo que arrastrada su silueta por proa y popa cada noche. Que perseguía tus brazos como único sustento, tu aliento como única señal de que aún estaba viva. Eras tú mi Capitán, y yo solamente un loco que ansiaba desesperado ver a una puta ballena en la que nadie creía.
Al final, Moby Dick apareció. Yo lo divisé un día, de lejos, y me solté de tu mano. ¿Qué es Moby Dick? ¿Y qué importa? Un deseo borroso y torpe de un futuro que ahora queda hecho comida de cangrejos en el fondo del océano. La suerte.
Desapareció, tan grande como era, y tan blanca, ante mis ojos sin más. No había existido jamás, había sido un espejismo. Se difuminó y borró como la cera bajo la lluvia, como el dibujo de un niño que se sale de los bordes del papel.
Se comió el día, se fue con él.
Yo, Ahab, que lo único que había deseado realmente, con obsesión enfermiza, durante toda mi vida, era encontrar a aquella hermosa y temida criatura, me veía sin absolutamente nada ahora por lo que seguir luchando. Si mi sueño ya era humo, ¿cómo iba a volver a tierra? Detrás sólo había agua. Y delante un mar enorme sin ballenas y sin fin. De noche sólo un cielo oscuro, frío y cerrado. Una brújula sin norte, un ballenero que sigue en pie pero que ya no busca nada, y que ya no espera nada.

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