17/11/11

Palabra

No puedes reñirle a un niño por ser un niño. Los niños corren, patalean, te tiran de la falda y saltan sobre el sofá. Puedes darle directrices, pero él te mira con sus ojos, tan transparentes y brillantes como las canicas, tan quietos e inocentes, y vuelve a desviar la mirada. Y no comprende las palabras, porque, al fin y al cabo, seamos sensatos: son sólo palabras.
Échale carne al tigre o jamás se moverá. La piel necesita agua, las venas sangre, las raíces sol.
La literatura es eso: pintura sobre las uñas, las marcas sobre el sofá. Pero palabras... las palabras son tan sólo el recipiente. Escribir sin sentimiento es como gritar sin voz. El empeño ya lo has puesto, ahora falta el contenido. Ya has abierto bien la boca y tienes a Dios delante, y has conseguido que te ardan las tripas y el corazón. Bien. Ahora coge aire, baja el diafragma, traga saliva y deja salir la voz.
No puedes decirle a un niño que no es bueno ser un niño. Los niños necesitan ser niños antes que adultos. Necesitan que les riñan, y necesitan seguir cometiendo el mismo error aunque les hayas reñido. Necesitan una madre, pero eso no significa que le deban hacer caso como si fuesen soldados.
Los corazones valientes escriben frases mejores, luchan batallas más largas, vuelven siempre ganadores al hogar aunque pierdan la guerra.
Los corazones que sienten saben distinguir horas y agujas, gatos y lobos, pueblos y cielo. Saben llorar sin el llanto, nadar sin que les empujen, saltar sin saber nadar.
Se duelen y autodestruyen, pero tienen herramientas para construirse de nuevo, porque ya han visto su caída y la han visto desde dentro. Ya se conocen las cicatrices, el susto y dónde está el mando a distancia para bajar la camilla.
Caen, y caen sabiendo qué están haciendo, y no se arrepienten nunca.
Porque los niños no pueden arrepentirse de ser niños. Como un adulto no puede evitar ser un adulto, cargar con esa conciencia asfixiante de lo real de las cosas, convivir con la certeza de la muerte y compaginar trabajo, preocupación personal y compromiso familiar. Todo en ellos es sencillo y complicado, esquemático y vacío.
Aprendieron a mirar, pero nunca a comprender qué estaban viendo.
Los niños viven a base de cardenales y manchas, de desorden y de historias, pero lo comprenden todo. Y lo comprenden porque lo viven, lo sienten, lo sueñan, lo buscan, lo persiguen y lo aman. Y es imposible entender aquello que no se ama.

PD: Quiero dedicarle esta entrada a Alberto Martín Antón, que, como yo, sabe que el corazón es capaz de gritar tanto como para dejar sordo. Te quiero, Albert.

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