1/11/11

La noche de los gatos

Sus patas se asoman a un tejado cochambroso para verla. Sus bigotes intentan respirarla, su lengua saborearla.
El vertedero está lleno de gatos como él, y todos se reúnen cada noche para mirarle y reírse. Para ver cómo salta de techo en techo, casi sin fuerzas, estirando bien el cuello por si así besa una nube. Cuando el día se difumina y la noche sube fría, él pone su cuerpo en pie y, como gato callejero, recorre las chimeneas, las ventanas y farolas intentando llegar alto, todo lo alto que pueda, para que ella note un día su presencia.
"Ese minino desgraciado ha perdido la cabeza", le dicen los más viejos. "Hueles a basura, no sabes amar a nada porque no has tenido nada, porque eres sólo un gato. No va a fijarse en ti."
Las risas del resto retumban entre los coches, en las montañas de deshechos, en cada calle de la ciudad. Su eco cubre el cielo donde una luna blanca y redonda ignora todos los saltos, los tropiezos y la lucha del gato más cabezota y kamikaze del mundo.
"La quiero a ella", les dijo un día a sus compañeros, mientras éstos devoraban ansiosos un pescado. "Ya lo sabemos, cabeza hueca, pero es inalcanzable, porque está a otro nivel, es de otra especie, forma, ente, corazón. Es totalmente distinta a ti y a todos nosotros. Ni siquiera es animal."
Pero volvía a caer la noche y él volvía a cerrar los ojos, abrir las patas y subir alto, alto, al tejado que más cerca pareciese estar de ella.
Le veían caer, reían a carcajadas, apostaban a su costa, le imitaban.
Un gato y la luna. Era lo más absurdo que habían escuchado nunca.
Era físicamente, biológicamente imposible.
Una noche entre tantas, el gato se cansó de ver cómo se mofaban a su costa, y llorando y cabizbajo, por primera vez en años, decidió que tal vez era el momento de rendirse. Pensó que quizá sería oportuno no dormir esa noche en el tejado, sino abajo junto a todos los demás gatos, e intentar también fijarse en una gata, que había muchas, y vivir cómo llevaban toda la vida diciendo que tenía que vivir. Al fin y al cabo era un gato, se miraba reflejado en las charcas y la verdad le golpeaba: un gato como los otros, como todos, uno más; con su pelo gris, sus ojos rasgados, sus orejas pequeñas, su cuerpo felino.
"Me rindo", anunció aquella noche justo antes de retirarse a su rincón a dormir.
Entonces, toda la ciudad entera oscureció.
Las farolas no se encendían, los coches frenaron por miedo a seguir a oscuras. Las ventanas se abrían buscando los destellos de la luna.
Pero la luna se había apagado.
Al darse cuenta de lo ocurrido, todos los que habían gastado tantas horas riéndose de su amigo, fueron deprisa a despertarlo. "Mira, se ha ido." Él subió desconcertado al tejado donde tantas, tantas noches la había observado, le había maullado incansablemente sin obtener resultado, y en cuanto su silueta se reflejó en el horizonte, una luz clara empezó a surgir desde todas las esquinas, los edificios, el río, las carreteras, los pozos. La ciudad volvió de nuevo a iluminarse y la luna apareció, de nuevo, sobre todas sus cabezas.
El gato rompió a llorar, y dio un pasito adelante, un sólo salto un poquito más grande que todos los que ya había dado.
Y dejando el tejado detrás suya, subió a una estrella, y el resto le observó sin decir nada. Y de una estrella saltó a otra. Y de esa a otra. Y así hasta que llegó a ella.
La luna ahora brilla más que nunca y tiene orejas de gato.

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